Hace tiempo quedé con un chico negro que estaba casado y era el dueño de una pastelería de un pueblo de la ciudad donde vivo. Me subí en el tren, me puse la música y pensé que aquel vagón iba a ser, más o menos, del tamaño de su polla. Pasados cuarenta minutos llegué a mi destino. Tuve que esperar diez minutos más a que apareciera montado en una furgoneta blanca que olía a harina y a sudor. Nos saludamos y le pregunté que a dónde íbamos; me dijo que a su pastelería, que tenía que trabajar. No era la idea que tenía, pero nunca había visto una pastelería por dentro, así que no me pareció mala idea.
La pastelería era bastante amplia y luminosa. El mostrador, de una especie de color marrón oscuro, tenía forma de L. En la parte de abajo, decenas de bandejas atestadas de dulces detrás del cristal gritaban que me los comiera de un bocado, sin embargo, mi idea de comer era otra...
Aquel chico (del que no recuerdo el nombre, para qué mentir) me llevó a la parte de detrás de la pastelería. Yo, rodeado de enormes máquinas de amasar, me senté mientras me decía que tenía que seguir trabajando, pero que podíamos charlar. Ni corto ni perezoso, cogió un rodillo y empezó a extender pegotes de masa y a echarles bloques pequeños de mantequilla. Lo hacía con destreza y dedicación, mientras yo hablaba de chorradas y miraba la tele sin saber muy bien qué hacer o decir. Empezaron a llegar clientes (se encendía una luz cada vez que alguien se acercaba al mostrador), y aquel chico salía a atenderles amablemente. ¿Qué coño hacía yo allí?, me preguntaba mientras observaba la mesa llena de moldes, harina y azúcar desperdigada. Después de varias horas de charla interrumpida por gente que iba a comprar pan o empanadillas, llegó la hora de irme. A esas alturas, mis deseos estaban en el cámara frigorífica o, directamente, en la ralladora industrial de pan, pero, echándole un poco de morro, le pregunté si llevaba ropa interior. No, me contestó mientras seguía trabajando de espaldas hacia a mí. ¿No?, le volví a preguntar a la vez que deslicé mi mano por la parte delantera de su pantalón, topándome con un enorme bulto que se escurrió hacia abajo y que casi hizo que me cayera al suelo de la impresión. La luz se encendió de nuevo y el chico se fue a atender.
Miré el reloj y decidí darle una última oportunidad. Si seguía haciendo dulces como un loco, le pediría que me llevara a la estación de tren, si no, le pediría que despejara la mesa y que se sentara encima hasta que su culo quedara manchado de azúcar y harina para ofrecerme a amasárselo de buen gusto.
Cuando volvió se puso de nuevo a echar harina a la masa con sus dedos finos y delgados. ¿Me puedes llevar a la estación?, le pregunté decepcionado. ¿Ya?, me preguntó. Sí, me tengo que ir, le dije. Vale, pero tienes que llevarte unos cuantos dulces. Al minuto estaba de vuelta con dos bolsas repletas de dulces y pasteles. De camino a la estación me dijo que no solía hacer nada con nadie en la primera cita, y me sentí estafado; sentí como si hubiera cogido aquel contrato verbal que habíamos hecho días atrás y lo hubiera metido en la ralladora de pan, en vez de haber metido su enorme rabo negro en mi polla hasta que hubiese hecho natillas.
De vuelta a mi casa, me comí con avidez una napolitana rellena mientras iba en el tren, como para aplacar las ansias de habérmelo comido entero a él. Aquellos dulces estaban el doble de dulces que de normal..., quizá fuera por la mantequilla o, quizá, por el regusto amargo de la decepción que, envolviendo mi lengua, se iba insertando cada vez más y más dentro.
Cuando volvió se puso de nuevo a echar harina a la masa con sus dedos finos y delgados. ¿Me puedes llevar a la estación?, le pregunté decepcionado. ¿Ya?, me preguntó. Sí, me tengo que ir, le dije. Vale, pero tienes que llevarte unos cuantos dulces. Al minuto estaba de vuelta con dos bolsas repletas de dulces y pasteles. De camino a la estación me dijo que no solía hacer nada con nadie en la primera cita, y me sentí estafado; sentí como si hubiera cogido aquel contrato verbal que habíamos hecho días atrás y lo hubiera metido en la ralladora de pan, en vez de haber metido su enorme rabo negro en mi polla hasta que hubiese hecho natillas.
De vuelta a mi casa, me comí con avidez una napolitana rellena mientras iba en el tren, como para aplacar las ansias de habérmelo comido entero a él. Aquellos dulces estaban el doble de dulces que de normal..., quizá fuera por la mantequilla o, quizá, por el regusto amargo de la decepción que, envolviendo mi lengua, se iba insertando cada vez más y más dentro.