12 de marzo de 2012

Sarro en tu boca..., ¿o es cobardía?


De pequeño me daba mucha rabia cuando mi padre en vez de preguntarme “¿por qué?”, lo acortaba a un solo “¿por?”. No entendía la razón de quitar el qué, de comerse una palabra, y ahora entiendo que cuando nos hacemos mayores no paramos de comernos palabras siempre. Es algo así como si habláramos una mentira. Palabras engullidas, frases digeridas que caen en lo más profundo de tu estómago y al final acaban cagadas en el retrete yéndose lejos…, tan lejos como tu autoengaño o cobardía quieren que se vayan.

Hace poco recibí un email de disculpas de una persona a la que dediqué varios post en este mismo blog y que conocí en septiembre/octubre del año pasado. Después de quedar varias y satisfactorias veces noté como esa persona se distanciaba, que el suflé de nuestra incipiente amistad se había inflado y desinflado rápidamente, así que opté por hacer lo mismo. Retirarme a mis aposentos y dejarlo enfriar. Así se quedó la cosa.

En ese reciente email me pedía perdón por haberse comportado como un mal amigo y cobarde, por no decirme que una persona se cruzó en su camino y decidió distanciarse de mí y centrarse en el otro, por no haber sabido llevar la situación, por haberme dejado marchar como amigo y por no haberme hecho nunca esa llamada que me prometió (y que caducó, como los danones). Ah, también dejaba caer la posibilidad de volver a retomar el contacto y quedar a tomar algo.

Mi inmediata pregunta fue “¿Por qué ahora?”. Y la respuesta la obtuve fácilmente pocos días después…, volvía a estar soltero.

Y me como mis palabras por no mandarle un email de respuesta (que jamás le llegará) diciéndole lo egoísta e inmaduro que puede llegar a ser. Que yo no soy segundo plato, sino entrante, primero, segundo, postre y si a mí me da la gana hasta puro. Que la cobardía es como esa comida que se te queda entre los dientes…, son esas palabras no dichas que te causan caries. Y me jode, porque hacía muchísimo tiempo que no conectaba tan bien con alguien como con él.

Pero no. Haré juliana con mis palabras, las picaré tan finas que no se podrán ni oler. Me convertiré en invisible recuerdo para él. En una palabra que nunca será dicha, sino aspirada. En eco.

¿Por? (preguntaría mi padre). Porque, sencillamente, no me apetece hacer de dentista bueno y comprensivo en esta película.



1 de marzo de 2012

Orificios nasales que hablan.



Me siento delante de la taza de café y le doy vueltas, más vueltas y, con ritmo acompasado, miles de vueltas más. Me doy cuenta de que siempre desayuno lo mismo, bucles de cafeína que no dejan, ni siquiera, posos en el fondo de la taza. El bucle lo engulle todo. No te deja ni los sueños, ni el puto futuro para poder leerlo. Él es así.
Me visto rápidamente sin darle mucha importancia a lo que me pongo, cierro la puerta y me encamino hacia el ascensor. Me meto dentro y huelo a otra persona, seguramente algún vecino que habrá madrugado tanto como yo. Olisqueo y frunzo el ceño. No me gusta que el olor de alguien (su esencia, al fin y al cabo) me invada, se meta dentro de mí e investigue mis recovecos, a no ser que sea por el culo y, por supuesto, con mi propio consentimiento, así que aguanto la respiración hasta que llego abajo del todo.
Ya en el autobús una señora se sienta a mi lado. Me doy cuenta de que huele a asfalto. Quizá algunas personas son carreteras y ella puede que sea una. Su olor me dice que quiere ser explorada, recorrida de principio a fin, conducida a buen puerto o, quizá, al huerto. No sé si tendrá baches o socavones emocionales, pero su olor pide a gritos que alguien pague peaje para continuar acelerando hasta quién sabe dónde. Está claro, algunas personas huelen a carretera, pero son carreteras finitas..., cosa que, al fin y al cabo, no sirve para nada. Es pura incongruencia.
Me bajo. Me miro en un escaparate y, a parte de un corte de pelo, creo que necesito una carretera infinita, una mascarilla antiolores y una canción estúpida para tararear el estribillo y no pensar tanto.