29 de junio de 2013

Conocidos invisibles.


Es curioso cuando vuelvo a mi ciudad natal a hacer la típica visita de rigor y noto como las cosas siguen sin cambiar demasiado. Si me fijo puedo hasta sentir el estatismo del asfalto cuando ando lentamente por las calles, las historias que dejé años atrás en la misma esquina siguen ahí, igual que las hieráticas huellas sobre los edificios que algún día soñaba que iba a escalar mientras miraba por la ventana.

Anoche salí a cenar con un amigo y, curiosamente, no paré de ver gente conocida que pertenecían ya a un pasado bastante lejano. Que si excompañeros de instituto metidos a empresarios de un restaurante dónde sirven hamburguesas con el pan de color azul o verde, que si un chaval del colectivo LGTB al que solía ir en mis años mozos y, por último, aquel chico raro al que siempre veía distraído en medio de la pista, como esperando a que alguien llegara para salvarlo... No deja de sorprenderme porque, si soy sincero, no soy una persona con unas redes sociales muy amplias, sino todo lo contrario... Conocidos que se cruzan delante de ti pero que, al fin y al cabo, son invisibles.


Lo peor es cuando llego a casa y me cruzo por el pasillo con mis padres y, de repente, como si de un bofetón se tratase, me viene esa sensación..., esa que va y me abraza por la espalda como una china con un chubasquero azul puesto, esa que se enrosca por la espina dorsal atenazándola fuerte y que se cuela bien dentro pisando el felpudo del tuétano y dejando caer en el suelo una tarjeta dorada que pone VIP. Esa devastadora sensación que me dice que ellos también son unos conocidos invisibles para mí...