29 de noviembre de 2015

No me gustan los altos.

Fotografía de Tommy Kha


Por mucho tiempo que pase, por muchos pasos que de, siempre hay una gota de lefa reseca en mis zapatos.

G. era alto, torpe al andar y con el pelo rizado. A veces sacudía la cabeza porque los pensamientos se le quedaban enroscados entre los tirabuzones. Tomaba pastillas para casi todo: vitaminas, anticaida para el pelo, potasio para los huesos, etc. Tenía miedo a envejecer y a parecerse a su padre, gordo y con barriga. Nos conocimos a finales de Agosto y, nada más verme, se arrodilló porque, al principio de hablar con él, le dije que las personas altas me ponían bastante nervioso.

¿Sabes cuándo conoces a alguien y todo fluye sin la interrupción del "aparentar ser"? Pues así fue: visitas a su casa, paseos con su perro medio moribundo, vuelta en bici a la playa, cena con sus amigos, comida sorpresa con los míos, café con su padre el barrigudo, planes de viajes y ninguna etiqueta de por medio.

Todo perfecto hasta que, de repente, se encontró mal de las piernas y, al hacerle pruebas hospitalarias bastante exhaustivas, dejó de dar señales de vida. Paso del todo a la nada. De 100 a 0. De empalmada a flácida. De tsunami a marejadilla. Y yo sin entender una mierda.

Ante la imposibilidad de hablar con él cara cara -por aquel entonces estaba en Londrés- y de que me hiciera caso por skype le grabé un audio y se lo mandé por teléfono. Dos minutos y veinte segundos de interrogaciones que le llegaron al momento y a lo que me contestó "Lo siento, tengo una enfermedad muy grave. Es independiente de ti, pero tengo que solucinar esto yo sólo y no lo quiero compartir con nadie, ni siquiera con mis padres".

Quise contestarle que lo que tenía era poca inteligencia emocional pensando que los problemas solos se sobrellevan mejor, pero simplemente le dije: "Espero que mejore todo. Ciao". Una mezcla de pena y de rabia se entremezcló en mi pequeño esqueleto. Fue raro, me puse triste pero, a la misma vez, me cabreé con la tristeza. Lo mismo pasó con el cabreo; lo miré y me puse triste. Eran dos caras de una misma sensación. Era yo pariendo gemelos unidos por el abdomen con caras diferentes: uno llorando y el otro berreando rabioso. Sin embargo, no hice nada. Simplemente esperé a que todo se resecara como una gota de lefa en mi zapato.