Empiezo crujiéndome el dedo índice mientras escucho el sonido secretamente placentero y sordo que produce ese pequeño movimiento. Por una décima de segundo lo que verdaderamente me apetece es seguir con todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. Que todo resuene una filarmónica fúnebre crujiendo cerca de la medianoche y, así, no oír otra cosa que mi propio cuerpo resquebrajarse y caer al suelo hecho añicos. Sería como una alfombra de recuerdos que pinchan.
Al cabo de los siglos el viento vendría y me volaría por entre las rendijas de la ventana y me posaría justo ahí, al lado de tu tumba, y, de esa manera, poder susurrarte lo súmamente estúpido que eres y seguirás siendo para el resto de la eternidad.